lunes, 14 de febrero de 2011

Crítica de la razón impura.

"Acerté en el título", dijo Pedro,  después de presenciar un robo en el centro. -¿Y qué te pareció? -Petulante, respondí. Recordé también aquel momento en que volví a mi hogar; en ese entonces Pedro me hizo la misma pregunta. Quizá nunca hallo otra respuesta.
Me cansé un tiempo de jugar a ser Dios. Ahora pienso que Dios carga el pecado más grande que existe; en efecto, el de existir. Logré sacar un par de risas, y una desproporcionada variedad de sazones amargos que estaban exponencialmente diferenciados de las jocosidades. Pero, ¿qué relación guarda el robo y mi hogar y mi divinidad falseada? Definitivamente no lo sé.

Recuerdo coquetearle con miradas llenas a una azafata que pasaba diario al lado del vehículo en el que mis padres y yo volvíamos a casa después del colegio. Veía entonces un ojo -y su gemelo- lleno de brillo y seguridad; hoy veo desesperanza. ¿A dónde iba? ¿Qué buscaba? ¿Qué quería o qué era? Tal vez, si me inmiscuyo a profundidad en su figura,  puedad revelarme esas cuestiones.

Hoy me paseo por el pasto (que queda a tres cuadras saliendo de mi actual escuela) y reflexiono entre tantas y tan desvariadas oraciones vacías. Borro el sustantivo de esos desvelos y dejo a la cosa desprovista de sí. No pongo especial atención a algo en particular, cierro los ojos y doy un trago de humo. ¿Que qué me pareció? Divinamente definitivo.

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